miércoles, 21 de noviembre de 2012

Este es un mundo extraño, Leonora. Desde que llegué a esta ciudad siento como un zumbido en las orejas, así como si hubiera moscas alrededor (estas moscas son diferentes a las nuestras); excepto que no son moscas, son personas (estas personas también son diferentes). Por ejemplo hoy: decidí explorar el centro y aquí había más moscas-personas de las que había visto hasta el momento. Confesaré que extrañé nuestro mundo y tus orejas.

Te escribo en un extraño papel que recibí de una mujer de mezclilla y pelo escoba: no tengo idea de quiénes son la MAESTRA FAVIANA Y JESUS SANTOS o de qué artificios tienen a su disposición para ofrecer amarres de por vida para atraer a su ser amado. No le hagás caso, a mi me asustó.

Salí con botas de hule y una capa en la mochila Leonora no vaya a ser que el clima fuera como nos dijeron los exploradores que era. Y siempre empuñando el rosario, como te prometí. Me dirigía al que llaman su mercado-central, no sabría pronunciártelo ni aunque me pagaran un millón de ballenas.

El mercado tiene un olor que es como el de la ciudad pero mil veces. No creo que sea un olor propio, toda esta ciudad huele a esta ciudad y toda su gente huele a este lugar. Vi todos los colores. Los hombres de mezclilla dicen cosas como “usted bien sabe que mi matrimonio se acabó por el primo de mi hermana”. Entonces descubrí que aquí también aman.

Decidí sentarme en el jardín de los mariscos, esperaba un jardín en algún lugar de ese cuadrado de cerámica bordado con banquitos de madera pulida. No había tal jardín, confieso mi estupidez en este punto. Me recibió una Meilyn de mezclilla rota y ajustada y un contoneo que no puedo sacarme de la cabeza – mis disculpas, Leonora. “¿Qué le sirvo mi amor?”, me dijo, y pensé no era para tanto que no pudiera sacarme su contoneo de la cabeza. Tal vez fueron esos ojos enormes. Ordené una sopa de mariscos que llegó en un plato florido encima de un plato de ovejas. No estuve seguro de que no hubiera criaturas extrañas en esa sopa.

Se sentaron a mi lado dos personas, aventuraré a decirte que padre e hija porque compartieron la comida y porque ella lo miraba con unos ojos negros y el pelo alborotado sobre su cabeza, esperando que él le diera un pedazo de sus plátanos verdes. (A todo le adjuntan un platito con plátanos verdes, en este jardín). Frente a ellos, en una mesita desgastada de diner gringo, una pareja que también aventuraré a decir que era padre e hija pero más vieja, ella ya no lo miraba con sus ojos negros y hablaron solo lo necesario. Pasa una señora mezclilla con dos niños en andas y me pregunta “¿me regala una ayudita?” y yo no sé en qué podría ayudarla.

Oí a Meylin hablar sin puntos con su compañera menos contoneante: “Es que yo quiero seguir estudiando, mi mamá piensa que solo me interesa coger y tener plata, no entiende que yo sí quiero, no es algo pasajero, yo quiero seguir estudiando inglés”. El señor-padre joven la interrumpe y la ve encima de los anteojos, “la cuenta por favor”, mientras pasa un hombre bigote envestido con Policía Municipal y con una mujer uniforme y celular rosado en la mano. Antes de ellos oía el ventiladorcito del jardín, ahora oía a un hombre mezclilla ofrecernos a todos “el 27, lleve la navideña”.

Decido irme y dejo a Meylin hablando con la cocinera o más bien la mujer que recibe los platos floridos de una bandeja que sube y baja.  Todavía no entiendo esta ciudad y me pone nervioso no ver a los cocineros. Trataré de volver pero no sé si sea posible, Leonora. 
Publicado por Ana I. en 11:39 |  

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